Día de los Ramos — Lucas 19.29–40

Iglesia Luterana El Sinai, Rio Seco, El Alto


Si hubieran sabido qué tipo de mesías es Jesús…

Llegué hace dos meses en La Paz y ya me estoy enamorando de ella. Una de las cosas que me gusta más hacer aquí, aunque parezca una tontería, es montar en el teleférico. Desde arriba, incluso las peores partes de la ciudad parecen hermosas. Y la vista de las montañas, las colinas verdes y grises y marrones más cerca, y el esplendor de los casquetes de nieve alejado… Creo que nunca me acostumbraré a ello.

Sin embargo, de vez en cuando encuentro algo que no me gusta. Por ejemplo, cuando se viaja en la línea naranja, justo alrededor de la estación Rosinha Pampa, se pasa por una gran iglesia con las palabras “La Casa De Dios” pintadas en el techo. Es una afirmación audaz, que la casa de Dios está aquí, pero bueno. Mi verdadero problema con este edificio es solo una palabra: “La”. Supongo que parecería una tontería a decir “Una Casa De Dios”. Pero hay una exclusividad en la palabra “La” con que siento muy incómodo. “Esta es la casa de Dios”, parece decir. “Y cualquier otra iglesia, bueno, no es”.

Israel antiguo pensaba exactamente eso, aunque tenía mejores razones para pensar así. El templo de Dios estaba en Jerusalén. Era—cómo decirlo—una “casa de vacaciones” para él. La verdadera casa de Dios estaba en el cielo, pero había esta versión más pequeña aquí en Jerusalén para que Dios pueda vivir cuando quería visitar su Creación. Otras ciudades, otras naciones, tenían sus propios templos, donde supuestamente vivían sus falsos dioses. El verdadero Dios solo vivía en este.

La vida en el imperio romano era terrible. Siempre temía que un soldado viniera a su puerta, exigiendo algo que no tenía, sin ninguna razón. La pobreza estaba en todas partes. Nunca se sabía con certeza cuándo podrías dar a tus hijos su próxima comida. O si podrías vivir para ver otro amanecer sobre las montañas.

Pero Dios prometió enviar un Mesías, alguien que rescatara al pueblo, y en él había esperanza. Él vendría, y recuperaría el trono del rey David en Jerusalén, y expulsaría a los romanos, y recuperaría la riqueza, la salud y la fuerza de Israel.

Qué emocionante debió ser, entonces, ver al propio Jesús, entrando a burro en la ciudad. Este lugar especial y sagrado, y ahora, el propio mesías de Dios estaba aquí. La presencia de Dios era más fuerte que nunca, tangible, ¡todos podían ver y oír! ¡Griten la alabanza de Dios, osanna, lo suficientemente fuerte como para que se escuche en el cielo!

Si hubieran sabido qué tipo de mesías es Jesús, tuvieron una respuesta muy diferente.


Las ramas de palma en la historia son una pequeña sorpresa. De hecho, solo oímos de ellas en el Evangelio de Juan. En Lucas, que leemos este año, la gente se limita a usar sus bufandas y mantos a cubrir la calle delante de Jesús. Pero me gusta aún más la imagen de las palmas.

En la fiesta judía de Sucot, que dura una semana, se tejen hojas de palma, con otras ramas y con limones, para hacer pequeños refugios. Durante la celebración, la gente vive en estas tiendas, o al menos come en ellas, al abrigo del caluroso sol. La fiesta tiene lugar en otoño, durante la última cosecha, al igual que la fiesta del aymuray o del llamayu.

Sukkah (Refugio) del Sinagogo Grande en Herzliya, Israel. Imágen desde Wikimedia Commons, https://commons.wikimedia.org/wiki/File:Sukkah_in_Tel_Aviv.jpg

El libro Levítico nos dice que es un recordatorio de cuando los israelitas vagaban por el desierto, sin un hogar permanente, parando en diferentes lugares cada noche. Un buen recordatorio. Pero la historia del Éxodo nunca nos dice que los israelitas construyeran pequeños refugios de ningún tipo. Probablemente no lo habrían necesitado, ya que había poca lluvia de la que resguardarse en el desierto. En cambio, muchos eruditos piensan que en el pasado de Israel era más fácil vivir en los campos durante la semana, haciendo una breve pausa para comer o dormir, mientras se recogía la cosecha. Esto se convirtió rápidamente en una gran fiesta, con cantos y bailes en los campos mientras se recogía el grano y los frutos, en la que participaba toda la comunidad.

Es decir, una de las tres grandes fiestas de la religión de nuestros antepasados de fe no era realmente religiosa. Era simplemente esa parte del año agrícola. Dios no creó la fiesta de Sucot, la gran recolección, la fiesta de los refugios. Ya existía, quizá incluso antes de que comenzara la relación de amor entre Dios y Abraham. Tal vez sea incómodo escuchar esto. Tal vez parezca que parte de nuestra religión es inventada. Como si las ramas de palma que ondean este domingo no significaran realmente nada.

Pero, por supuesto, eso no es cierto. En absoluto no es. De hecho, creo que la verdad es aún más emocionante. La celebración era perfectamente ordinaria, normal, habitual, no tenía nada de especial salvo el ciclo agrícola. Era simplemente esa parte del año. Y Dios tomó esa fiesta tan humana y la utilizó para ayudar a todos a recordar cómo Dios los había sacado de Egipto, los había liberado de la esclavitud. Dios tomó lo ordinario y lo hizo sagrado.

Cuando Jesús entró en Jerusalén, no lo hizo en un gran caballo blanco con bandas de música y un desfile militar. Se sentó en un burro, rodeado de gente corriente, gente que luchaba por vivir hasta el día siguiente. No entró en una alfombra roja con ropas reales. Entró en la ciudad sobre hojas de árboles que se mezclaban en el polvo. Y no entró en Jerusalén, la ciudad sagrada con el templo sagrado donde el Dios sagrado mostraba su rostro sagrado. Entró para derribar todas las barreras, para santificar todas las ciudades, para proclamar que Dios estaba con nosotros, Emmanuel, en todos los rincones del universo.

Si hubieran sabido qué tipo de mesías es Jesús, lo habrían matado.


Hoy, el diccionario te dirá que huaca en quechua y munakuskgay en aimara significan ídolo en español. Pero hace quinientos años, esas palabras solo significaban “cosa sagrada”, o mejor, “lugar sagrado”. El antiguo cristianismo irlandés tiene el mismo concepto, un “lugar delgado”, lo llaman, un lugar donde el cielo y la tierra parecen tocarse, donde es más fácil recordar que la santidad impregna también este lugar, y todos los lugares. Nosotros necesitamos este recordatorio. Es fácil pensar que Dios está aquí, pero solo aquí, solo en Rio Seco o en la iglesia o con Luteranos o con nuestro tipo de persona, pero es una mentira. Es demasiado, demasiado fácil apegarnos a nuestro pecado, sentirnos mal con nosotros mismos, confesar y confesar—cosa buena—pero nunca saber con confianza que estamos perdonados. Es aún más fácil olvidar a Dios por completo en nuestra vida cotidiana, sentir que dejamos a Dios aquí, en la Iglesia, los domingos por la mañana, y que el resto de nuestra vida es simplemente ordinaria.

Pero yo voy en el teleférico naranja, y paso por ese edificio, y leo esas palabras, y me acuerdo: Esta ES la Casa de Dios. Dentro de esa Iglesia y de todas las demás, sí. Y la casa de Dios es también los verdes y marrones de las colinas, y las montañas nevadas, un lugar sagrado, munakuskgay, lugar delgado, si alguna vez lo hubo. Y su casa es la cabina del teleférico, y los rostros de los otros conductores, y los perros que pasan los taxis, y la hermosa amabilidad de la gente de Dios, y las ancianas que venden limones en las calles, y la alegría y la pena, la celebración y la desesperación, el nacimiento y el crecimiento y el dolor y la muerte de la vida humana. Todos son la casa de dios. Todos son sagrados.

Las montañas sobre el ciudad de El Alto

No porque el sufrimiento y el dolor sean buenos. Claro que no son, nunca. Ni siquiera porque la alegría y el gozo sean buenos, a pesar de que son.

Sino porque cuando nuestro santo Dios se hizo uno de nosotros, nos hizo santos.

Y cuando Dios caminó con nosotros, igualmente un de nosotros, una sea humana perfectamente santa, compartió su santidad con humanidad.

Y cuando las multitudes vitorearon su entrada en Jerusalén, Jesús hizo santas todas nuestras celebraciones.

Y cuando su camino condujo finalmente a la cruz, cuando la segunda persona de la Trinidad, Dios mismo, fue golpeado, y sufrió, y gritó, y murió, ya no había nada que no pudiera impedirnos ser santos. Ni siquiera la muerte.

Si hubieran sabido qué tipo de mesías es Jesús, lo habrían matado. Y después de tres días…


Que esta santa semana sea munakuskgay, una huaca, un lugar delgado para ti, para que puedas ver la santidad de Dios. En todas partes. En ti. Amén.